LIBRETAS

martes, 6 de mayo de 2014

"Olor a Libro" / Historias de Lectura 2014 en Revista Terminal (283)

Sandra Burmeister comparte con nosotros su “Historia de lectura”, donde las sensaciones y juegos que acompañaron sus primeras lecturas se hacen presentes. Ilustra Maricarmen Navajas. OLOR A LIBRO

Ilustración: "Plumero" - Maricarmen Navajas
Oler un libro es un acto de aromaterapia, para despertar los “sentidos-lectores”.
Con un sentimiento de seguridad y de nostalgia, recuerdo la casa de mis abuelos paternos. Allí convivieron los olores a disciplina, a limpieza y a creatividad. Parte de esto eran los libros y un piano de muro. El gran desafío era adivinar dónde estaba la llave del piano, así como, el, de leer todos los libros. La llave permanecía en una cajita, que estaba sobre la estufa Comet. Esta calentaba dos pisos, a la vez.  Yo imaginaba que las letras de los libros volaban  por el cañón de la estufa, hasta la habitación de arriba. Posiblemente, esto sucedía, porque, en el segundo piso se leía mucho.
En mis visitas yo tenía una tarea por hacer y esta era la sacudir la biblioteca.  Me esperaba don plumero. Don plumero tenía plumas de color fucsia, las que me gustaban mucho. Don plumero recogía el polvo, de todos los estantes del librero. Don plumero paseaba de libro en  libro. Algunas plumas se desprendían y volaban por la biblioteca.  Primero debía limpiar las estanterías de más arriba. Para esto me encaramaba en una escalera de tijera, con cuatro peldaños, o bien, me subía sobre el escritorio, sin zapatos. Don plumero desempolvaba  las historias de los libros,  del piano y de los duendes de la chimenea. Algo similar a los cuentos de mi abuelo, en domingo. Ahora, entiendo que el gusto por los libros llegó a mí, a través, del juego y de una obligación disfrazada. No necesariamente, tenía que leer los libros. Yo estaba cerca de ellos…
“Acomodo la silla del piano y me siento a jugar a la pianista. Pongo mis pequeños dedos sobre las teclas blancas y negras. Están heladas y suaves. Miro los libros de los estantes, de más arriba.  El sonido musical se confunde con lo que veo.  Observo lomos de libro, unos más gruesos, que otros, con letras de distintas tipografías y colores. Me atraen las letras doradas.  Me subo en la silla del piano y paso mis dedos rozando sobre cada lomo, de cada libro, como si fueran las teclas del piano. Se siente bien. Hay un libro que se llama “Parasicología” y este intenta hipnotizarme, pero no puede, porque sigo de largo.   Descubro títulos y títulos, entre ellos, hay libros de medicina, de historia, de francés, de inglés, de alemán, incluso de cuentos.  Me detengo frente a uno. Uno que llama toda mi atención. Es más antiguo que los otros. Tomo el libro con cuidado y me bajo de la silla.  Sin soltar el libro que saqué, me siento en el sillón del escritorio.  Dejo el libro sobre mis piernas. Veo el globo terráqueo que está en el escritorio.  Lo toco y lo giro con gran decisión. Mareo a los habitantes, de los cinco continentes. Me impresiona ver a tantos países con sus nombres escritos en miniatura. Parece la escritura liliputiense. Me cuesta leerlos. Entonces, saco la lupa de mi abuelo que está guardada en el segundo cajón  del escritorio. Ahora,  leo con atención al mundo.  Agrando las letras y las achico con el cristal.  De pronto veo el espejo de la muralla.  Dejo el libro en el sillón, y me paro. Voy hacia al espejo y  juego a “mirarme el ojo” con la lupa.  Veo una enorme pupila, un enorme iris, y unas enormes pestañas. Al rato, guardo la lupa en el escritorio. Tomo el libro y me  siento, otra vez, en el  sillón. El sillón tiene ruedas. El sillón amortigua, suavemente, mi trasero.  Me doy impulso para darme vueltas y vueltas, en círculo. El sillón me sube y me baja, mientras  el libro se equilibra, sin caerse, sobre mis pantimedias rojas.  Sueño que estoy en un ‘carrousel’. Me detengo y tomo el teléfono de disco que está en el escritorio.  El libro sigue sobre mis piernas.  Hago una llamada a un número inventado.  Me atienden, me asusto y corto. Ya estoy cansada de tanto moverme. Tomo el libro, lo abro y lo huelo. Su olor me agrada. Respiro el libro,  con más fuerza y me da tos. Leo el título. Lo toco con una mano y noto que tiene relieve. Me gusta porque está escrito con un pincel y las letras son amarillas. Doy con la primera hoja y hay una dedicatoria para un niño, que fue escrita en 1951.  Doy vuelta la hoja y llego a una página con el  recorte pegado, de un niño que juega con un volantín. Paso a otra página y  leo: “Aventuras de Tom Sawyer”. Novela.  No sé quién es Tom, pero me gusta la palabra aventura.”. 

Ilustración: "Lupa" - Maricarmen Navajas
Cuando la novela de Mark Twain llegó a mis manos, fue como guardar un tesoro. Todos los días leía un poco. Y cuando terminé de leerla, sentí un vacío en el estómago. Fue algo orgánico. La lectura es orgánica.  Entonces, extrañé la emoción que me proporcionaba cada uno de los relatos.
Mi aventura actual -así como la de Tom en la novela-  se nutre, a través del teatro, de la escritura, de la narración de tradición oral, de la música, etc. Es un motor del estado creativo permanente, que me lleva por caminos nuevos, en conjunto, con profesores, bibliotecarios, alumnos, amigos y familia.
La textura y el olor a libro, que sentí por primera vez, me atraparon. Alguna vez me explicaron que ese olor tan singular, viene de la tinta y del papel amarillento. El cambio de color es gracias a la lignina. Este polímero orgánico  se encuentra en el reino vegetal y se oxida con el paso del tiempo. Además, de cambiar el color de las hojas,  produce ese olor tan evocativo, que es parte de la composición original del papel y del entorno donde ha existido por años. Es una forma de narrar historias. Es la manera de recordar la casa de mis abuelos. Sus libros, el piano, los cuentos y los duendes. 

Oler un libro es un acto de aromaterapia, para despertar los “sentidos-lectores”.



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